- Por décadas se promovió la agroindustria como el motor que impulsaría el desarrollo rural y generaría empleo. Sin embargo, esa promesa se ha desvanecido. En lugar de crear empleos estables, la agroindustria ha favorecido un modelo que concentra la riqueza en pocas manos, arrasa territorios, automatiza procesos y subcontrata mano de obra en condiciones precarias o informales.
- La necesidad de una nueva reforma agraria es ineludible, pero no debe limitarse a la redistribución de tierras. Es urgente un cambio profundo en las lógicas productivas y comerciales.
- El modelo actual, orientado hacia la exportación y los mercados internacionales, ha relegado la agricultura con vocación local a desaparecer.
Por: Daniel Sandoval Nazal y Soledad Alvear Aguirre
Confederación Nacional de Asociaciones Gremiales y Organizaciones de Pequeños Productores Campesinos de Chile, CONAPROCH
24 de octubre de 2024
Una nueva reforma agraria debe repensar la agricultura como un bien social en su rol insustituible, capaz de nutrir y tejer pueblos.
En Chile, la juventud rural enfrenta hace años condiciones alarmantes. Según datos del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), apenas el 11% de la población rural corresponde a jóvenes entre 15 y 29 años, una cifra que ha disminuido casi un 20% en las últimas dos décadas.
Esta tendencia refleja una realidad inquietante y para nada desconocida: los jóvenes están abandonando el campo, no por falta de interés, sino por la carencia de oportunidades laborales y de tierra para trabajar de manera digna, oportunidades que podría ofrecer la agricultura campesina.
Durante décadas, se promovió la agroindustria como el motor que impulsaría el desarrollo rural y generaría empleo. Sin embargo, esa promesa se ha desvanecido hace tiempo. En lugar de crear empleos estables, la agroindustria ha favorecido un modelo que concentra la riqueza en pocas manos, arrasa territorios, automatiza procesos y subcontrata mano de obra en condiciones precarias o informales.
Un estudio reciente de la FAO indica que en regiones de alta actividad agroindustrial, como el Maule y O’Higgins, más del 60% de los empleos generados son temporales, lo que no proporciona la estabilidad ni el futuro que la juventud rural necesita.
El desmantelamiento de un futuro rural viable no es solo responsabilidad de la agroindustria. La estructura de tenencia de la tierra en Chile perpetúa la exclusión. Según el Censo Agropecuario de 2021, menos del 1% de los propietarios concentra más del 45% de las tierras agrícolas, mientras que los pequeños productores –quienes podrían ser actores clave para ofrecer oportunidades laborales– enfrentan enormes barreras.
La falta de acceso a la tierra y al crédito, junto con la ausencia de apoyo estatal adecuado, condena a la agricultura campesina a una lucha de supervivencia.
Hasta el momento, el Estado ha delegado en las organizaciones campesinas nacionales la responsabilidad de retener y activar a la juventud en el campo. Se ha confiado en que estos colectivos pueden generar las condiciones para involucrar y formar a los jóvenes en la agricultura campesina y ofrecerles un futuro dentro de las dinámicas rurales.
Sin embargo, esta estrategia ha sido insuficiente, las organizaciones no cuentan con los recursos necesarios, sobre todo, porque los jóvenes no se quedan en el campo solo por tener un vínculo emocional con él. Ahora, en un giro burocrático, el Estado ha iniciado consultas de diagnóstico para elaborar una política de juventud rural, no obstante, en estos primeros ejercicios tampoco contempla de manera integral el trabajo campesino como una alternativa viable de empleo para las y los jóvenes. Así como empezó, el futuro de la política no parece ser alentador.
Frente a esta realidad, la necesidad de una nueva reforma agraria es ineludible, pero no debe limitarse a la redistribución de tierras. Es urgente un cambio profundo en las lógicas productivas y comerciales. El modelo actual, orientado hacia la exportación y los mercados internacionales, ha relegado la agricultura con vocación local a desaparecer. Esto no solo imposibilita la soberanía alimentaria del país, por mucho que exista una estrategia nacional para ello, sino que también refuerza la dependencia económica.
Al depender de la importación de alimentos y la exportación de productos agrícolas, Chile queda expuesto a las fluctuaciones del mercado global y a las crisis sociales que pueden interrumpir el suministro de alimentos. Tal dependencia incrementa la incertidumbre alimentaria, dejando a las comunidades rurales y urbanas aún más vulnerables.
Un ejemplo claro es lo ocurrido durante la pandemia de COVID-19, cuando las interrupciones en las cadenas de suministro evidenciaron la fragilidad de este sistema y la falta de políticas que prioricen el autoabastecimiento.
Una nueva reforma agraria debe repensar la agricultura como un bien social en su rol insustituible, capaz de nutrir y tejer pueblos. Para ello, es imprescindible construir políticas y experiencias productivas y formativas que promuevan la agricultura campesina –propuestas que el campesinado tiene hace años–, junto con una conversión a la agroecología como estrategia familiar y nacional de subsistencia, crear mercados locales de acceso popular y fortalecer las redes masivas de abastecimiento directo.
Un ejemplo de este cambio sería la implementación de cooperativas u otras formas colectivas de producción y abastecimiento, donde tanto campesinos como la población urbana participen de manera equitativa en la gestión y distribución de los productos.
Este modelo no solo garantizaría el acceso a los alimentos a la población en su conjunto, sino que también reactivaría las dinámicas económicas rurales, dando a las y los jóvenes una razón para permanecer en el campo.
La juventud rural no está ausente por falta de interés en sus territorios; la hemos empujado a irse al no ofrecerle un futuro en él. Si queremos revertir esta tendencia, es fundamental que las políticas agrarias y territoriales pongan a las y los jóvenes en el centro de sus propuestas, sin perder de vista la totalidad en la que están insertos.
Solo así podremos recuperar la confianza en la vida rural y darles una razón para quedarse en un modelo de desarrollo que valore y dignifique el trabajo campesino. La juventud rural merece algo mejor y el país tiene la responsabilidad de proporcionarlo.